ESCASOS FONDOS ASIGNADOS AL MUSEO HISTORICO NACIONAL

Nada tiene de novedosa la crónica falta de recursos que suele afectar a nuestros museos. Pero, así y todo, conmueve y alarma la escasa provisión de fondos asignada al Museo Histórico Nacional.

Sin por ello desmerecer, ni mucho menos, la importante estructura museológica que es orgullo del país, cae por su peso la trascendental importancia de aquel reservorio. El Museo Histórico es, sin duda, guardián de infinidad de objetos que forman parte de la más cara memoria de los argentinos, dada su calidad de testimonios de la paulatina formación de la nacionalidad y de la consolidación de sus instituciones fundamentales.

Mantenerlo en plena actividad en su sede de la antigua mansión de la quinta de Lezama, ahora parque homónimo en el extremo sur de San Telmo, es costoso, por cierto. Sin embargo, las asignaciones presupuestarias son magras y sólo cubren los gastos fijos -sueldos, pago de servicios, seguridad y mantenimiento-, tal como lo han admitido las autoridades del sector.

De allí en más, apenas se cuenta con mínimos suplementos. Faltan, por ejemplo, artículos de oficina, al tiempo que resulta imposible reparar o restaurar los objetos que, siendo parte integrante del patrimonio museológico, han sufrido algún daño por causa de su razonable antigüedad.

Asimismo, numerosas piezas -banderas, vestimentas, cuadros y muebles, entre otros- están fuera de exhibición por falta de espacio. Entre ellas, la valiosa serie de pinturas sobre la guerra del Paraguay, firmada por Cándido López. No hay recintos adecuados para darles albergue apropiado y el forzoso hacinamiento las afecta aún más.

La respuesta a este penoso listado de insuficiencias no pudo ser más peregrina. Según la pretensión de funcionarios de la Secretaría de Cultura de la Nación, el director del museo -es de suponer que el del Histórico o de cualquier otro- debería gestionar más aportes provenientes de la Asociación de Amigos y de las empresas que, buena voluntad mediante, se ocupan de suplir la indiferencia y la pasividad del Estado.

Del director de un museo debería esperarse que fuese idóneo en su menester específico y que aplicase esos conocimientos y dedicación a conservar debidamente y acrecentar el patrimonio a su cargo. Al parecer, este concepto, propio del sentido común, no concuerda con el de las autoridades de Cultura, de cuyas manifestaciones se desprende que los ocupantes de esos cargos deberían tener aptitudes para la recaudación de dádivas o la captación de auspiciantes, como remedio para subsanar la falta de los recursos que el Estado suele malgastar en finalidades políticamente más provechosas.

Sería positivo que esos criterios mezquinos fuesen reemplazados por un amplio respaldo al quehacer cultural en general y a los museos en particular. Y convendría que esos funcionarios tuviesen presente que el patrimonio museológico es frágil y no renovable, por lo cual las pérdidas, ya sea por destrucción o falta de mantenimiento, implican una merma que su desinterés le infiere a la memoria histórica de todos los argentinos.
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